30/10/08

El Lazarillo de Palma, novela picaresca del siglo XX, de Manuel Rosa Castiñeira

Escribir una novela picaresca en nuestros días es un reto que entraña no pocas dificultades y riesgos. Nos referimos, claro está, a la picaresca inaugurada por Lazarillo de Tormes, género que tuvo su concreción histórica en los siglo XVI y XVII, y que es, sin duda, una de las máximas glo-rias literarias españolas.
Lazarillo es la culminación de una trayectoria que incluye la desenvuelta narración auto-biográfica del Arcipreste de Hita, la extraordinaria verbosidad y gracia insuperable del Arcipreste de Talavera, el mundo plebeyo de criados y rufianes de la Celestina y, ya muy próximo en el tiempo, el claro precedente de la figura del pícaro encarnado por la cordobesa Aldonza, la Lozana Andaluza afincada en la corrompida Roma anterior al saqueo.
Pero Lazarillo es, a su vez, un jalón o presupuesto inmediato en la aparición de la novela moderna con que el genio de Cervantes perfecciona la verdadera forma de la epopeya de la vida humana. Lazarillo está en el camino que conduce a la aparición de la novela cumbre que es el Qui-jote. La picaresca propiamente tal, en que la novela y la realidad se dan la mano, se extendió por nuestras letras a lo largo de dos centurias, hasta la edición del “trozo sexto” de la Vida de Torres Villarroel, en 1758. A este amplio desarrollo del género han contribuido personalidades literarias de la talla de Mateo Alemán, Cervantes, Espinel, Quevedo, Castillo Solórzano, María de Zayas o Vélez de Guevara.
Por ello decimos que resulta asombroso y, en principio, inquietante saludar la aparición de una novela picaresca actual como es EL LAZARILLO DE PALMA, dada a la imprenta por Ma-nuel Rosa Castiñeyra, escritor y editor palmeño afincado en Madrid.
El Lazarillo de Palma, como su hermano mayor, el salmantino, aparece como obra anóni-ma y autobiográfica, escrita en primera persona. Para ello, el autor ha recurrido a un artificio tópi-co en las novelas de caballerías e introducido por Cervantes en el capítulo IX de la primera parte del Quijote, en que se dice que el manuscrito de esta verdadera historia lo encontró en el Alcaná de Toledo, escrito en caracteres arábigos, siendo su autor un tal Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo cuyo nombre, en romance castellano, significaría Señor Hamet o Hamid Berenjena. Hubo un tiempo en que se interpretó el nombre de Benengeli como cervatillo; por lo tanto, juego de pa-labras con el nombre de Cervantes en diminutivo. Pero su verdadero significado es berenjena, ya que en otro lugar del libro Cervantes llama al supuesto historiador arábigo Cide Hamete Berenje-na. Conviene tener en cuenta que las berenjenas eran manjar preferido de moros y judíos. Pues bien, El Lazarillo de Palma demuestra (Cap. XXX, págs. 148-149) que existe perfecta coincidencia entre las letras que forman el nombre de Cide Hamete Benengeli y las del propio Miguel de Cervantes, razón por la cual el nombre del supuesto historiador arábigo no es sino el anagrama del verdadero autor de la novela.
Pero volvamos al artificio que el autor de El Lazarillo de Palma toma del Quijote para aplicarlo a su propia novela. En el prólogo, el editor nos informa de que el manuscrito de esta his-toria lo encontró en la posada “La Herradura”, situada en la cordobesa plaza de la Corredera, tras una peripecia en que un tunante intenta robarle la maleta y, a la postre, es el editor quien se lleva el contenido de la maleta del tunante. Una vez en Madrid, el editor encuentra, entre los enseres de aquel “galafate galafateado”, según le llama, una carpeta con más de cien folios manuscritos en cuya portada se leía El Lazarillo de Palma. Manuel Rosa Castiñeyra, como buen conocedor y ad-mirador de Cervantes, mezcla, pues, el artificio de la novela picaresca con el de los libros de caba-llerías parodiados por el Quijote, en lo que se refiere a la misteriosa autoría de la obra que él da a la imprenta en calidad de editor.
Pero hay en esta novela picaresca del siglo XX otros rasgos de la picaresca clásica, como son el nacimiento junto a un río -en este caso el Genil-, el servir a diversos amos o aportar una visión entre ingenua y crítica de la España de su tiempo, la que abarca desde la anteguerra hasta hoy. En cuanto a sus influencias literarias, son variadas y revelan copiosas lecturas por parte del autor. Y no nos referimos tan sólo a influencias temáticas y argumentales, sino también estilísticas y de posicionamiento estético. Pues la novela editada por Manuel Rosa Castiñeyra pertenece a esa tradición de realismo expresionista, de pincelada gruesa, de trazo vigoroso; realismo de visión deformadora y grotesca de la realidad, con constantes rasgos de humor. Pero de un humor genui-namente andaluz que lo distingue de modelos literarios en que la visión crítica del mundo se caracteriza por sus tintes amargos, por su pesimismo existencial o por su desprecio a los humildes y miserables. En El Lazarillo de Palma predomina, en efecto, la amable ironía del temperamento meridional, el humor como filtro de la concepción del mundo de su protagonista, que lo aleja del pesimismo existencial y humaniza cuanto de humilde o sórdido pueda aparecer ante su curiosa mirada.
Otra influencia patente en la obra es la de Cela. En muchos pasajes, pero sobre todo en la caracterización de personajes, en el afán de creación artística por el camino de la estilización caricaturesca, la construcción sintáctica, la puntuación, el estilo aparentemente coloquial pero de cui-dada elaboración, semeja al mejor Cela. Pero si en el tratamiento literario de los personajes y las situaciones propio de Cela se oscila entre la deformación cómica y la sátira despiadada, entre el humor negro y el ingenio burlesco, en El Lazarillo de Palma hay una profunda piedad y simpatía por todo cuanto su autor contempla. Porque contempla su mundo, el mundo constituido por su tierra y su gente, y vierte sobre él la comprensión y afecto de su palabra connotativa.
También en la estructura de la novela se manifiestan influencias de la obra de Cela. El hilo conductor del relato está en el carácter autobiográfico, en la narración en primera persona, en la conciencia del protagonista-narrador, y no en el desarrollo de una misma acción o en el proceso vital de unos personajes dentro de un mundo coherente. La novela resulta, de tal manera, un amplio conjunto de anécdotas y detalles dotados de poder de sugestión, de fina gracia, cuando no de alegre comicidad. Por la obra desfilan personajes de todo tipo, la mayoría de ellos, o tal vez todos, reales; con sus nombres verdaderos o supuestos, según el caso. Personajes que el autor ha conocido a lo largo de su amplia trayectoria vital y que nos presenta siempre trazados con maestría, con vigor, con pocos pero acertados rasgos, lo que es propio de su técnica expresionista.
El humor que traspasa el libro entero, que es parte esencial de la visión del mundo de su autor, no le abandona en las páginas últimas, en que el pícaro hace previsiones sobre su propia muerte y sepelio. Aquí no podemos evitar un cierto escalofrío ante lo que muy bien podemos considerar la visión estoica, serena de la muerte, tan entrañada en la cultura de nuestra tierra.
El Lazarillo de Palma, en suma, es un libro rico en muchos sentidos. Rico en argumentos y en anécdotas; rico en vocablos, giros y expresiones; rico en experiencias y en saberes. Un libro humano, profundamente humano, en el que advertimos de continuo la personalidad de su anónimo autor, su espíritu inquieto, curioso; cordial, afectuoso; irónico, burlón.

Joaquín de Alba Carmona

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